Antoine de Saint-Exupéry


Cuando niño, mi padrino me regaló un cuento llamado “El principito”, que había escrito un señor francés con un nombre impronunciable, Antoine de Saint-Exupéry. La verdad es que como cuento me pareció soso, por no decir aburrido, al menos comparándolo con cualquiera de los vivaces de Andersen, Grimm, Perrault, etc. que manoseábamos a diario.
El «petit enfant» protagonista, que es un alienígena, ya que vive en un errante asteroide no mucho mayor que él, me dio pie para querer saber más de la personalidad de su autor. Saint-Exupéry, nació con el siglo en 1900, y su espíritu inquieto le llevó a diseñar curiosos e irrealizables modelos de aviones, para finalmente hacerse piloto y tener su primer accidente aéreo con tan sólo 21 años.

Petitprince billete
Billete francés de 50 francos. Homenaje a Saint-Exupery.
Antoine de Saint-Exupéry pretendió, como todos sus aero-colegas de otros países, llegar el primero allá donde nadie lo había hecho todavía, estableciendo nuevos enlaces entre la metrópoli y sus colonias, o remotas zonas de influencia.
El más ambicioso fue sin duda el vuelo Paris-Saigón que intentó infructuosamente en 1935, claro émulo del mítico vuelo que nuestros capitanes Eduardo González Gallarza y Joaquín Lóriga Taboada habían protagonizado en el Legazpi en 1926, desde Madrid a Manila.
Es curioso que el billete de 50 francos que Francia emitió en su honor en 1997 (reproducido en estas líneas), muestre el soñado raid a la entonces Conchinchina como un hecho consumado, cuando jamás se llevó a cabo. ¿Una muestra más del inconmovible chovinismo galo?

Sello de 0,46€ emitido por Francia en 2000.

La todopoderosa Internet ofrece amplios detalles de sus viajes pioneros a América del Sur, apoyándose en escalas en España y en el entonces territorio español del Sáhara, así como la lista de sus excelentes relatos y libros que, por esa misma razón no voy a enumerar aquí. Pero son escasas, cuando no nulas las fuentes que comentan su actividad de corresponsal en la Guerra Civil Española, tan traída y llevada en estos tiempos.

La primera oferta de corresponsalía se la hizo L’Intransigeant, en agosto de 1936, acudiendo a Barcelona, desde dónde remitió densa información sobre aquella capital y el atípico ambiente de retaguardia, tan disociado de la dura realidad bélica de los frentes de batalla. Para ver la guerra de cerca, se tuvo que trasladar a los frentes de Lérida, donde olió la pólvora por primera vez.
Volvió al año siguiente, en junio de 1937, en esta ocasión por encargo del Paris Soir. Eligió personalmente el frente que atenazaba Madrid, deseoso de conocer la zona donde aún sonaban los ecos de la apocalíptica batalla de Brunete.
En esta segunda ocasión, convivió intensamente con los soldados del Ejército Popular, conociendo sus penalidades y anhelos, descubriendo con no poco asombro el ritual de las «charlas de trinchera a trinchera», por la que el soldado de enfrente (Ejército Nacional) dejaba temporalmente de ser un ogro anónimo al compartir a voces con ellos sus inquietudes y debilidades.
El cronista francés bebió intensamente en aquellos coloquios inter-alambradas que se dieron allá donde la escasa distancia lo permitía. La separación entre trincheras fijas era obviamente la misma de día que de noche, pero con el ocaso del sol parecían acercarse con la progresiva quietud ambiental. Por otro lado, una cierta laxitud se iba adueñando del ánimo del guerrero, propiciándose entonces el status ideal para charlar con los «otros».

trinchera

Guerra Civil Española. Charlas de trinchera en el Parque del Oeste (Madrid)

Antoine de Saint-Exupéry, narró en Paris Soir con impresionante prosa, una de aquellas noches vivida en las trincheras frentepopulistas de las afueras de Zarzalejo, en la serranía madrileña, muy cerca de El Escorial, y que quiero compartir aquí con mis lectores:
En la noche, las voces enemigas se llaman y se contesta de una trinchera a otra.

Es una noche que nos alberga como una catedral. ¡Qué silencio! ¡Ni un disparo de fusil! ¿Una tregua? ¡No, que va! Es algo semejante a sentir una presencia. Es la misma voz la que puede oírse en las filas de los dos adversarios. ¿Hermandad? No, en absoluto; es este cansancio que, en un momento dado, deprime al hombre y le lleva a compartir los cigarrillos, a compartir el mismo sentimiento de desánimo. Intentad dar un paso hacia el enemigo… Tal vez sea una especie de confraternización, pero que sólo se da a un nivel espiritual, a un nivel que no puede expresarse; una confraternización que, aquí abajo, no nos salva de la carnicería. Todavía no disponemos de un lenguaje para poder decirnos lo que nos une.
Al llegar la Segunda Guerra Mundial, se unió en Argelia al ejército de la Francia Libre, que acaudillaba el General Degaulle. Y así, al amanecer del 31 de julio de 1944, surcó los aires en misión de reconocimiento en las cercanías de Marsella para no volver jamás.
Me permito transcribir una pequeña reflexión de su compatriota André Maurois, diciendo de aquel eterno soñador, que terminó su vida como una de sus novelas: «…escaso de gasolina y también de esperanza, subiendo, como uno de sus héroes, hacia algún campo celeste, totalmente balizado de estrellas».

José Manuel Grandela

Asesinatos en el Gran Sol


Pocos saben que uno de los mayores cementerios marinos de españoles se encuentra en una zona del Océano Atlántico conocida como el banco del Gran Sol (Grand Sole para ingleses y franceses). Aquellas latitudes –y longitudes- al sur de Irlanda y Gran Bretaña, a unos 700 kilómetros de nuestras costas norteñas, han sido desde el siglo XVI morada asidua, casi fija, de miles de pescadores españoles que han ido hasta allí a cargar sus redes y bodegas con un pescado indisolublemente unido a nuestra cultura: el bacalao.

El Gran Sol es pues, el lugar donde ocurrió esta historia, hace ahora 70 años, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. El 18 de junio de 1940, los tripulantes de dos pesqueros gallegos, el Faro de Ons y el Sálvora, que allí faenaban ajenos a la convulsión que agitaba a medio mundo, vieron surgir a escasa distancia de ellos a un submarino desconocido, con el evidente susto y recelo. Se trataba –lo sabemos ahora-, del sumergible alemán U-32, mandado por el teniente de navío Hans Jenisch. Una vez en superficie, la tripulación del U-32 surgió por las escotillas con toda celeridad, destapó el cañón de cubierta, y precisando el ángulo de tiro sin prisa -ya que los dos barquitos estaban a tiro de piedra e indefensos-, abrió fuego con la impunidad que le daba su total supremacía sobre aquellos atónitos pescadores. En escasos minutos, casi segundos, la pareja de pesqueros se fueron a pique, arrastrando con ellos a siete hombres que jamás volvieron a sus hogares. Cumplida la “hazaña” bélica, el U-32 desapareció en silencio, tal como había surgido, dejando tras de sí rabia, desolación y muerte.
RAF leaflet 1
Los documentos navales que he consultado de aquella época, me han descubierto -con no poca malsana satisfacción-, que el «heroico» U-32, fue hundido pocas semanas después, concretamente el 30 de octubre (1940), por cargas de profundidad arrojadas por los destructores ingleses Antelope, Harvester y Highlander, al noroeste de Irlanda.
Debo recordar que España en aquel entonces, precisamente por su neutralidad o no beligerancia, fue zarandeada por unos y por otros sin reparo ni pudor, siendo nuestros marinos los más castigados por las órdenes de los Estados Mayores de los Aliados y del Eje. Los «hunos» y los «hotros», que diría Unamuno.
Volviendo a la narración inicial, diré que dos años después del luctuoso suceso del Faro de Ons y del Sálvora, concretamente el 21 de julio de 1942, pero mucho más cerca de nuestras costas, en el Golfo de Vizcaya, otro pequeño pesquero español (bou) hacía su primer lanzamiento de aparejos a la mar, cuando un pequeño avión biplano británico del tipo Swordfish 5S, les sobrevoló a pocos metros de la cofa del palo mayor. Procedía de uno de los portaviones británicos Victorious, Indomitable, o Eagle, todos ellos asiduos super-patrulleros de aquella concurrida zona de guerra.
Pescadores rev
Tras describir varios círculos en derredor del bacaladero, el avión hizo una pasada rasante, dejando caer una inesperada nubecilla de panfletos ante los ojos atónitos de nuestros compatriotas. El reducido tamaño del pesquero apenas permitió que cayeran sobre él media docena de esos ejemplares, aunque brevemente, porque el perenne azote del viento les imprimió vida propia, y caracoleando fueron saltando al agua uno tras otro. Por suerte para el futuro estudio de la historia y de esta narración, al menos uno de los papelitos fue atrapado por un marinero, y conservado largas décadas en un cajón olvidado, hasta llegar a mis manos más de medio siglo después.
El mensaje impreso que tengo delante de mí, y que reproduzco por ambas caras para mejor ilustrar esta historia, es un descarado ultimátum (en correcto castellano, eso sí), dirigido a nuestros pescadores, completamente ajenos a aquella guerra.
Leída la misiva conminatoria, no era fácil que nuestros marinos la obedecieran sin más, y que se volvieran con lo puesto a los lares patrios, hasta que la guerra concluyera, y entonces vivir todos en paz y prosperidad, como decía el texto. Y mientras tanto, ¿qué íbamos a comer los españoles?, porque no estaban las cosas nada fáciles en España, donde el hambre hacía de las suyas a causa de la reciente contienda civil. En aquellas dramáticas circunstancias, el bacalao era un alimento casi de lujo, altamente nutritivo y primer sustituto de la inexistente carne.
Pero por otro lado, el folleto recalcaba que después del 24 de julio (1942): “Todo navío que salga de las aguas costeras lo hará por su cuenta y riesgo”. Y una prueba sangrante de ello había ocurrido justo una semana antes (17 julio), en aquellas mismas aguas, cuando el pesquero Nuevo Con se había ido al fondo del mar, víctima inocente de un desafío entre un destructor británico y un avión alemán.
Como es natural, surgieron las deliberaciones abordo, pero el recuerdo de la ignominia sufrida por los pesqueros gallegos Faro de Ons y Sálvora, ya mencionada, vino a la mente de todos, y sin más palabras recogieron los aparejos y aproaron al sur, rumbo a casa.
La amenaza de la Royal Navy no fue a humo de pajas, porque el 21 de julio de 1943, una flotilla de sus destructores cañoneó y hundió displicentemente, a los pequeños pesqueros españoles Manolo Costas, Isolina Costas y Mascote. Estas acciones, al parecer «vitales» para la supervivencia de la British Commonwealth, continuaron con los abordajes e inmediato hundimiento por fuego de cañón (e incluso cargas explosivas) de los «temibles» barquitos Pesquerías Cantábricas n° 3 (3 enero 1944) y Campanal (julio 1944). En honor a la verdad debo decir que nuestros marineros fueron transbordados previamente a los destroyers de su Graciosa Majestad. Al menos las vidas de los supervivientes fueron respetadas.
Hechos como aquellos no debieran olvidarse aunque hayan transcurrido 70 años, entre otras cosas porque costaron vidas de inocentes marineros españoles.
El eximio pintor Joaquín Sorolla tituló uno de sus cuadros: ¡Y aún dicen que el pescado es caro!
No puedo estar más de acuerdo.

José Manuel Grandela