Mi debut con el IMSERSO


Parecía que nunca iba a llegar y ¡zás!, ocurrió. Un buen día, sin pleno aviso, cumplí los legendarios 65 años, y mi vida empezó a cambiar en todos los órdenes, a pesar de la resistencia mental y metabólica tras cumplir durante cuarenta y dos años el airado mandato divino del <¡Ganarás el pan con el sudor de tu frente!>

Me incorporé con mi mujer Ángela (de la misma quinta) a las filas del contingente de jubilatas mimados y amparados por el IMSERSO, y nos aprestamos a seguir sus bienquistos usos y costumbres.

Familiares y conocidos, que ya habían cruzado el Rubicón de la jubilación, nos venían hablando de las excelencias de las excursiones organizadas por el benemérito Instituto de Mayores y Servicios Sociales, por lo que nos registramos debidamente, solicitamos una excursión y ¡hala!, a conocer España y parte del Extranjero.

Juntos todo sabe mejor.

Juntos todo sabe mejor.

El numerus clausus obligado por la avalancha de solicitudes, encaminaron nuestro primer destino -nada más estrenar 2011-, a Matalascañas, en la costa onubense. La larga distancia entre Madrid y la Costa de la Luz, fue gratamente atenuada con el rapidísimo AVE hasta Sevilla.

Ya a bordo del vagón, que ahora dicen coche, reservado exclusivamente para los chicos del IMSERSO, se me ocurrió echar un vistazo a mis 44 compañeros de excursión, concluyendo sin mucho esfuerzo, que Ángela y un servidor éramos los alevines de aquel banco de celacantos.

Durante el viaje, diferentes guías y monitores nos fueron tutelando, traspasándose unos a otros la carga humana, tras el pertinente recuento. Como cantaba Imperio Argentina en Morena Clara, éramos: <¯…como la falsa “monea”, que de mano en mano va y ninguno se la “quea”.¯>

Arribamos a Matalascañas con puntualidad suiza y sin nada digno de reseñar, lo cual suele ser bueno. Iniciamos así la convivencia, compartiendo mesa con otros matrimonios, o disfrutando las excursiones que nos había programado.

La noche que llegamos al hotel elegido, tras la cena nos sorprendieron gratamente con la actuación de un grupo rociero de la localidad. Los cantaores y tocaores eran bastante talluditos, quizás para no desentonar del respetable que les aplaudíamos agradecidos. El remate de su actuación fue insuperable cuando entonaron –con luz mortecina-, la siempre emotiva Salve Rociera. Un aura palpable de tensión nos invadió a todos, animándonos a sumarnos al coro, con el que formamos una piña de voces sentidas y temblorosas. No había duda de que estábamos en la tierra de María Santísima.

Descansando tras una excursión.

Descansando tras una excursión.

Cuando rompimos en aplausos, una señora a mi lado expresó su emoción con un escalofrío, y frotándose los mullidos brazos, dijo: < ¡Se me han puesto los pelos de gallina!> Y se quedó tan a gusto.

El hotel, disponía de pasillos salpicados de tiendecitas y áreas de recreo, que proporcionaban medios de esparcimiento y diversión interiores, ya que enero no es el mejor mes para las actividades al aíre libre. La piscina, las tumbonas, los jardines y las terrazas, permanecían jubilados, ignorados de todos, esperando mejores tiempos.

En intramuros contábamos con amplias áreas para un sinnúmero de actividades físicas y mentales para entretener al personal, teniendo siempre en cuenta la añada de los excursionistas. Proliferaban los juegos de mesa, como el socorrido y versátil naipe, el interminable parchís o el ruidoso dominó. En cambio la mesa de ping-pong, e incluso el futbolín, languidecían arrumbados en un rincón, esperando otras pieles más tersas y otras manos más firmes que, de seguro, llegarían en la canícula, para romper con escandalosa juventud su inmerecida hibernación.

Sin duda la actividad reina era el bailongo nocturno post cena. Los renqueantes, los cojitrancos, los artríticos, los reumáticos y demás portadores de males seniles, olvidaban sus achaques y se lanzaban al ruedo (pista de baile) con el donaire y apostura de sus mejores tiempos. Ángela y yo nos quedamos pasmados al ver cómo una pareja muy octogenaria de la mesita camilla de al lado, él ayudándose siempre de un veterano bastón, se incorporaron como un resorte al oír los compases de Suspiros de España, y arrojando el bastón de sí con desprecio torero, se adentraron en la arena (pista) para lidiar juntos aquel pasodoble imperial. Si Estrellita Castro les hubiese visto, les hubiese aplaudido con las mismas ganas que muchos de los allí presentes. Genio y figura.

Gustaba ver tanta pareja junta, aquilatada en años de convivencia, rondando muchos las Bodas de Oro, si no cumplidas ya, y dedicándose por fin a sí mismos, el uno al otro, sin trabas de hijos, ni nietos, ni obligaciones laborales, ni cualesquiera otras zarandajas de las que te responsabiliza la vida. Vistos los tiempos que corren, aquellos felices danzantes eran una auténtica especie a extinguir, como el invisible lince, del que nos hablaban machaconamente por aquellos lares.

En el IMSERSO todos somos jóvenes.

En el IMSERSO todos somos jóvenes.

Pero que nadie piense que las gentes viajeras del IMSERSO están ancladas en el pasado, nada más falso. La mejor prueba era su respuesta a los compases que la pincha discos del hotel seleccionaba sobre la marcha para aquellas honorables parejas. Bien es verdad que a veces las corcheas parecían escapadas de la banda sonora de Canciones para después de una guerra, de Martín Patino, pero el brusco salto a los ritmos caribeños como el chachachá, la cumbia, el merengue o la rumba, revestían de fogosidad a los espontáneos que, para pasmo mío, ejecutaban con toda soltura y gracejo. El toque nacional lo aportaban naturalmente el pasodoble, las sevillanas, la Macarena y sus imitaciones, y a veces incluso la jota, omnipresente en toda la geografía nacional.

Gracias a los guías de las excursiones, supimos que los 46 miembros de nuestra expedición procedíamos de toda la rosa de los vientos. Tras abordar el bus para la excursión programada de turno, preguntaban como el inolvidable Fofó: < ¿Cómo están ustedes?>, seguido de < ¿De donde son ustedes?>

El IMSERSO me llevó a lugares que creía que jamás iba a conocer personalmente, como las impresionantes minas a cielo abierto de Riotinto, el remanso de paz del Coto de Doñana, el empinado municipio de Aracena y su increíble gruta de las Maravillas que te arrebata el aliento, aliento que recuperas al salir a la superficie, cuando haces los honores reglamentarios al excelso jamón ibérico bellotero, que si además lo riegas con vino del Condado de Huelva, sientes como si el cielo estuviera mucho más cerca de ti.

Al despedirnos todos en Atocha, una matrona andalusí preguntó en voz alta al marido, que ejercía de mozo de cuerda sin sueldo: < Quiyo, ¿noh apuntamo a otra excursió del “IMZERZO”?> Y el consorte, recuperando el aliento sentado en una de las maletas, resopló: < ¡Ohú!>, que en román paladino quiere decir: ¡Por supuesto!

Bueno, pues mi señora Ángela y quien esto escribe, nos miramos y dijimos también. < ¡Ohú!>

José Manuel Grandela

El Apollo XV y «el Lute»


Vaya por delante mi inalterable admiración, desde niño, a los miembros de LA benemérita -así lo escribe la RAE-. Pero su dilatada historia desde 1844 hasta hoy, ha tenido que aquilatar inevitablemente historias peculiares que no son del dominio público, pero que no por eso dejaron de ocurrir. Sus miles de hechos heroicos no pueden ocultar que, de vez en cuando, alguno de sus miembros se haya extremado en el cumplimiento del deber, como ocurrió en los hechos que narro a continuación.

Los muchos años yendo y viniendo a la Estación Espacial de Fresnedillas, dieron para muchas anécdotas en el camino que, aún sin estar relacionadas directamente con mis obligaciones laborales, no por eso dejan de formar parte de mi historial laboral con NASA-INTA.

Pareja de sellos de los EE.UU. en honor al Apollo XV.

Pareja de sellos de los EE.UU. en honor al Apollo XV.

Lo que cuento a continuación, ocurrió en el verano de 1971, cuando los astronautas del Apollo XV, David R. Scott y James B. Irwin trotaban por la Luna, que por aquellos días emergía por el horizonte de Fresnedillas alrededor de medianoche.

Por esa razón me dirigía yo al trabajo en mi humilde pero eficaz Seat 850, desde Villalba, donde pasaba los meses de verano. Habiendo dejado atrás Peralejo, rumbo a Fresnedillas, con noche como boca de lobo, en una de las cerradas curvas que amenizaban –y siguen amenizando-, la carretera, me pareció vislumbrar un lucecita moviéndose de un lado a otro delante de mí, por lo que instintivamente pisé el freno y me detuve en seco.

En buena hora lo hice, porque la lucecita resultó ser la de una paupérrima linterna de petaca, que agitaba en la mano un cabo de la Guardia Civil, embutido en su tricornio y capote reglamentarios, a quien no identifiqué hasta que se pegó a la ventanilla del coche. Me pidió la documentación, y mientras lo hacía, sentí un golpecito metálico seco en la ventanilla trasera del lado opuesto. Al girarme para saber la razón, vi la boca de una metralleta apoyada en el cristal, que supuse manejada por el otro miembro de la indisoluble pareja de LA benemérita.

sello del Correo español en homenaje a la Guardia Civil.

sello del Correo español en homenaje a la Guardia Civil.

Como la documentación estaba en regla, el cabo pasó a la acción conminatoria de preguntar dónde iba yo a esas horas. En aquellos años la Guardia Civil podía hacer eso y mucho más. Cuando le dije que me esperaban en la Base americana de Fresnedillas (como se la conocía entonces), porque entraba de turno de noche, el cabo me dijo en tono desabrido: “Yo he estado en la Base muchas veces y nunca le he visto allí.” Se me ocurrió contestar, correcta y muy tímidamente, que en la Base trabajaban doscientas personas, y que yo tampoco le había visto a él nunca allí, en los dos años que llevaba reclutado por NASA-INTA.

El cabo debía de estar de mal humor y parecía querer pagarlo conmigo, porque me apercibió de que después iría a visitar la Base, y que me buscaría en ella, y pobre de mí si no me encontraba (¡). En tono condescendiente me dijo que podía continuar hacia mi destino, pero recalcando unas palabras que jamás se me han olvidado, porque me dejaron patidifuso: “Si en el camino, alguien que no sea la Guardia Civil pretende pararle,¡arróyelo y siga sin detenerse!”

Portada de la edición especial del ABC por la captura de "el Lute".

Portada de la edición especial del ABC por la captura de «el Lute».

El corto trecho que quedaba hasta la Estación Espacial de Fresnedillas se me hizo eterno, y cuando entré en el edificio de Operaciones, aún tableteaban mis piernas. Puse en antecedentes de mi experiencia a mis compañeros de turno, que iban llegando procedentes de otras carreteras, y ellos me explicaron a su vez que también les habían detenido en varios controles, sin que nadie les dijera el porqué. Fue la radio del coche quien sacó a todos de dudas, informando sobre la orden de búsqueda y captura del tristemente famoso atracador quinqui Eleuterio Sánchez El Lute, que había sido visto en las afueras de Madrid ese mismo día por primera vez, desde su espectacular fuga del penal de El Puerto de Santa María, en Cádiz, ocurrida en la Nochevieja de 1970, es decir, siete meses atrás.

Al menos mis compañeros vivieron el susto acompañados, y desde luego a ninguno se le ordenó que arroyara a quien se le pusiera por delante. Dios quiso que en la negrura de aquella noche no se me cruzara en la carretera ningún labrador o pastor, para pedirme que le llevara al pueblo más cercano, como ya me había ocurrido otras veces. Pero bien es verdad, que jamás hubiese embestido a nada ni a nadie que se hubiese interpuesto en mi camino en aquella carreterucha.

Y como lo cortés no quita lo valiente, insisto en que nunca he dejado de ser un gran admirador de LA benemérita.(Insisto en no sé porqué la RAE lo escribe así).

 

José Manuel Grandela

Noia, la enigmática


He rebuscado en la memoria (ahora cada vez lo hago más), añorados recuerdos vividos por las siempre entrañables tierras gallegas. Medio siglo atrás tuve yo mi primer encuentro con Noia cuando, andarín infatigable procedente del norte lusitano, ansiaba más que buscaba, el primer atisbo del Campus Stellae, merecido premio final a mi largo peregrinaje del primer Jacobeo de los años sesenta.

¿Cuántos pueblos tienen el privilegio de cimentar sus orígenes en el desembarco bíblico de Noé, que no fue otra cosa que un segundo nacimiento de la humanidad? ¿Cabe mayor honor que ser la cuna del género humano? La historia legendaria o leyenda historiada de Noia lo afirman, y ahí está su escudo para rubricarlo, luciendo el arca y la paloma mensajera, portadora sin duda del primer mensaje aéreo de la historia. Hasta el erudito procurador y estratega romano Plinio el Viejo, constató la existencia de la enigmática Noelia, bautizada así en honor a una de las nietas del patriarca-navegante Noé.

Al traspasar los arrabales de Noia, había ya forjado mi espíritu durante semanas, vivaqueando al amparo de muros y ermitas milenarias, huyendo de la comodidad de la civilización, en un intento -no siempre conseguido- de abstraer mi mente hacia el significado de mi meta. Nada debía mancillar el encanto místico y anímico de aquellas sendas, por las que miles -quizás millones- de palmeros me habían precedido durante siglos, procedentes de los más diversos rincones del Viejo Continente.

Noia San Martiño

Noia San Martiño

Cuando mis cansados pasos, ya casi en la recta final de la andadura, me arrumbaron hasta los aledaños de Noia, mi ánimo azuzaba al agotado cuerpo a no rendirse, por cuanto la Vía Láctea transmitía con su morse estelar la buena nueva de que la tumba del Apóstol me esperaba apenas unos cuantos recodos más adelante.

Como a tantos otros miles de fieles o soñadores, que tanto da, me exigí más que permití, un reposo que pusiera en concordancia mi espíritu con mi alma para el gran encuentro final, y fue el aura mágico e inenarrable de Noia quien me brindó aquel necesitado espaldarazo.

Nada sabía yo de su interesante pasado gótico, con ilustres pinceladas arquitectónicas como las de esas casas que impregnan la orbe de un inconfundible sabor medieval; ni de su anterior época románica, cuyas mejores improntas pude estudiar después en la capilla de San Martiño, y en el claustro del Monasterio de Toxosoutos. Pero fueron los relieves de la fachada de la iglesia de Santa María a Nova los que mejor supieron captar mi atención, por el manifiesto mensaje esotérico que dejaron sus artesanos -sin duda intencionadamente-, como un reto a los investigadores de generaciones futuras.

Pero la evolución de Noia es excelsa en secretos y enigmas, como comprobé pasando hacia atrás las páginas del tiempo. No tardé en destapar un capítulo aún más ignoto, escrito por las gentes que se esforzaron en dejar su rúbrica megalítica en la figura del inhiesto y orgulloso dolmen de la “Cova da Moura”. El ciclópeo legado -sencillo y tosco, pero impresionante- es un silencioso manifiesto de sus creencias, de sus miedos y de sus anhelos, que al final todo viene a ser lo mismo. Así lo descubrí siguiendo los pasos de mis manoseados legajos, erigido como para recordarnos que el hombre siempre ha podido mover montañas de piedra cuando la fe así se lo ha exigido.

Noia Sta Mª Nova

Noia Sta Mª Nova

Pasé a despedirme de Noia haciendo una última visita a las lápidas que rodean Santa María a Nova, tratando inútilmente -una vez más-, de descifrar los mensajes esculpidos en pleno Medievo por quienes, en el más humilde anonimato, se empecinaron en plasmar todo un tratado de criptografía esotérica y cabalística que, aún hoy tiene en jaque a analistas crédulos e incrédulos (que son los más).

Y por fin Santiago, y el tan deseado y emocionado abrazo al Santo, transmitiéndole toda mi fe y anhelos, pero pidiéndole también su ayuda para seguir adelante en la vida (nada más y nada menos). Y el buen Apóstol hijo del Zebedeo, ha tenido a bien darme el empujoncito salvador para seguir en este mundo, cuando el maléfico cáncer amenazaba con talar de cuajo los sueños y proyectos que había ido amontonando para mí y mis seres queridos.

¡Cómo no voy a emocionarme cuando año tras año, guardo respetuosa cola para corresponderle con un fuerte, aunque breve, abrazo de agradecimiento! El traspaso de energía de ida y vuelta entre Sant Yago y yo es efímero, pero de una intensidad arrebatadora, que me devuelve a la Plaza del Obradoiro en un estado semi ingrávido de felicidad, pero exhausto, tal como si acabara de nacer de nuevo. Y creo firmemente que eso es lo que viene ocurriendo año tras año…

José Manuel Grandela

Antoine de Saint-Exupéry


Cuando niño, mi padrino me regaló un cuento llamado “El principito”, que había escrito un señor francés con un nombre impronunciable, Antoine de Saint-Exupéry. La verdad es que como cuento me pareció soso, por no decir aburrido, al menos comparándolo con cualquiera de los vivaces de Andersen, Grimm, Perrault, etc. que manoseábamos a diario.
El «petit enfant» protagonista, que es un alienígena, ya que vive en un errante asteroide no mucho mayor que él, me dio pie para querer saber más de la personalidad de su autor. Saint-Exupéry, nació con el siglo en 1900, y su espíritu inquieto le llevó a diseñar curiosos e irrealizables modelos de aviones, para finalmente hacerse piloto y tener su primer accidente aéreo con tan sólo 21 años.

Petitprince billete
Billete francés de 50 francos. Homenaje a Saint-Exupery.
Antoine de Saint-Exupéry pretendió, como todos sus aero-colegas de otros países, llegar el primero allá donde nadie lo había hecho todavía, estableciendo nuevos enlaces entre la metrópoli y sus colonias, o remotas zonas de influencia.
El más ambicioso fue sin duda el vuelo Paris-Saigón que intentó infructuosamente en 1935, claro émulo del mítico vuelo que nuestros capitanes Eduardo González Gallarza y Joaquín Lóriga Taboada habían protagonizado en el Legazpi en 1926, desde Madrid a Manila.
Es curioso que el billete de 50 francos que Francia emitió en su honor en 1997 (reproducido en estas líneas), muestre el soñado raid a la entonces Conchinchina como un hecho consumado, cuando jamás se llevó a cabo. ¿Una muestra más del inconmovible chovinismo galo?

Sello de 0,46€ emitido por Francia en 2000.

La todopoderosa Internet ofrece amplios detalles de sus viajes pioneros a América del Sur, apoyándose en escalas en España y en el entonces territorio español del Sáhara, así como la lista de sus excelentes relatos y libros que, por esa misma razón no voy a enumerar aquí. Pero son escasas, cuando no nulas las fuentes que comentan su actividad de corresponsal en la Guerra Civil Española, tan traída y llevada en estos tiempos.

La primera oferta de corresponsalía se la hizo L’Intransigeant, en agosto de 1936, acudiendo a Barcelona, desde dónde remitió densa información sobre aquella capital y el atípico ambiente de retaguardia, tan disociado de la dura realidad bélica de los frentes de batalla. Para ver la guerra de cerca, se tuvo que trasladar a los frentes de Lérida, donde olió la pólvora por primera vez.
Volvió al año siguiente, en junio de 1937, en esta ocasión por encargo del Paris Soir. Eligió personalmente el frente que atenazaba Madrid, deseoso de conocer la zona donde aún sonaban los ecos de la apocalíptica batalla de Brunete.
En esta segunda ocasión, convivió intensamente con los soldados del Ejército Popular, conociendo sus penalidades y anhelos, descubriendo con no poco asombro el ritual de las «charlas de trinchera a trinchera», por la que el soldado de enfrente (Ejército Nacional) dejaba temporalmente de ser un ogro anónimo al compartir a voces con ellos sus inquietudes y debilidades.
El cronista francés bebió intensamente en aquellos coloquios inter-alambradas que se dieron allá donde la escasa distancia lo permitía. La separación entre trincheras fijas era obviamente la misma de día que de noche, pero con el ocaso del sol parecían acercarse con la progresiva quietud ambiental. Por otro lado, una cierta laxitud se iba adueñando del ánimo del guerrero, propiciándose entonces el status ideal para charlar con los «otros».

trinchera

Guerra Civil Española. Charlas de trinchera en el Parque del Oeste (Madrid)

Antoine de Saint-Exupéry, narró en Paris Soir con impresionante prosa, una de aquellas noches vivida en las trincheras frentepopulistas de las afueras de Zarzalejo, en la serranía madrileña, muy cerca de El Escorial, y que quiero compartir aquí con mis lectores:
En la noche, las voces enemigas se llaman y se contesta de una trinchera a otra.

Es una noche que nos alberga como una catedral. ¡Qué silencio! ¡Ni un disparo de fusil! ¿Una tregua? ¡No, que va! Es algo semejante a sentir una presencia. Es la misma voz la que puede oírse en las filas de los dos adversarios. ¿Hermandad? No, en absoluto; es este cansancio que, en un momento dado, deprime al hombre y le lleva a compartir los cigarrillos, a compartir el mismo sentimiento de desánimo. Intentad dar un paso hacia el enemigo… Tal vez sea una especie de confraternización, pero que sólo se da a un nivel espiritual, a un nivel que no puede expresarse; una confraternización que, aquí abajo, no nos salva de la carnicería. Todavía no disponemos de un lenguaje para poder decirnos lo que nos une.
Al llegar la Segunda Guerra Mundial, se unió en Argelia al ejército de la Francia Libre, que acaudillaba el General Degaulle. Y así, al amanecer del 31 de julio de 1944, surcó los aires en misión de reconocimiento en las cercanías de Marsella para no volver jamás.
Me permito transcribir una pequeña reflexión de su compatriota André Maurois, diciendo de aquel eterno soñador, que terminó su vida como una de sus novelas: «…escaso de gasolina y también de esperanza, subiendo, como uno de sus héroes, hacia algún campo celeste, totalmente balizado de estrellas».

José Manuel Grandela

Asesinatos en el Gran Sol


Pocos saben que uno de los mayores cementerios marinos de españoles se encuentra en una zona del Océano Atlántico conocida como el banco del Gran Sol (Grand Sole para ingleses y franceses). Aquellas latitudes –y longitudes- al sur de Irlanda y Gran Bretaña, a unos 700 kilómetros de nuestras costas norteñas, han sido desde el siglo XVI morada asidua, casi fija, de miles de pescadores españoles que han ido hasta allí a cargar sus redes y bodegas con un pescado indisolublemente unido a nuestra cultura: el bacalao.

El Gran Sol es pues, el lugar donde ocurrió esta historia, hace ahora 70 años, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. El 18 de junio de 1940, los tripulantes de dos pesqueros gallegos, el Faro de Ons y el Sálvora, que allí faenaban ajenos a la convulsión que agitaba a medio mundo, vieron surgir a escasa distancia de ellos a un submarino desconocido, con el evidente susto y recelo. Se trataba –lo sabemos ahora-, del sumergible alemán U-32, mandado por el teniente de navío Hans Jenisch. Una vez en superficie, la tripulación del U-32 surgió por las escotillas con toda celeridad, destapó el cañón de cubierta, y precisando el ángulo de tiro sin prisa -ya que los dos barquitos estaban a tiro de piedra e indefensos-, abrió fuego con la impunidad que le daba su total supremacía sobre aquellos atónitos pescadores. En escasos minutos, casi segundos, la pareja de pesqueros se fueron a pique, arrastrando con ellos a siete hombres que jamás volvieron a sus hogares. Cumplida la “hazaña” bélica, el U-32 desapareció en silencio, tal como había surgido, dejando tras de sí rabia, desolación y muerte.
RAF leaflet 1
Los documentos navales que he consultado de aquella época, me han descubierto -con no poca malsana satisfacción-, que el «heroico» U-32, fue hundido pocas semanas después, concretamente el 30 de octubre (1940), por cargas de profundidad arrojadas por los destructores ingleses Antelope, Harvester y Highlander, al noroeste de Irlanda.
Debo recordar que España en aquel entonces, precisamente por su neutralidad o no beligerancia, fue zarandeada por unos y por otros sin reparo ni pudor, siendo nuestros marinos los más castigados por las órdenes de los Estados Mayores de los Aliados y del Eje. Los «hunos» y los «hotros», que diría Unamuno.
Volviendo a la narración inicial, diré que dos años después del luctuoso suceso del Faro de Ons y del Sálvora, concretamente el 21 de julio de 1942, pero mucho más cerca de nuestras costas, en el Golfo de Vizcaya, otro pequeño pesquero español (bou) hacía su primer lanzamiento de aparejos a la mar, cuando un pequeño avión biplano británico del tipo Swordfish 5S, les sobrevoló a pocos metros de la cofa del palo mayor. Procedía de uno de los portaviones británicos Victorious, Indomitable, o Eagle, todos ellos asiduos super-patrulleros de aquella concurrida zona de guerra.
Pescadores rev
Tras describir varios círculos en derredor del bacaladero, el avión hizo una pasada rasante, dejando caer una inesperada nubecilla de panfletos ante los ojos atónitos de nuestros compatriotas. El reducido tamaño del pesquero apenas permitió que cayeran sobre él media docena de esos ejemplares, aunque brevemente, porque el perenne azote del viento les imprimió vida propia, y caracoleando fueron saltando al agua uno tras otro. Por suerte para el futuro estudio de la historia y de esta narración, al menos uno de los papelitos fue atrapado por un marinero, y conservado largas décadas en un cajón olvidado, hasta llegar a mis manos más de medio siglo después.
El mensaje impreso que tengo delante de mí, y que reproduzco por ambas caras para mejor ilustrar esta historia, es un descarado ultimátum (en correcto castellano, eso sí), dirigido a nuestros pescadores, completamente ajenos a aquella guerra.
Leída la misiva conminatoria, no era fácil que nuestros marinos la obedecieran sin más, y que se volvieran con lo puesto a los lares patrios, hasta que la guerra concluyera, y entonces vivir todos en paz y prosperidad, como decía el texto. Y mientras tanto, ¿qué íbamos a comer los españoles?, porque no estaban las cosas nada fáciles en España, donde el hambre hacía de las suyas a causa de la reciente contienda civil. En aquellas dramáticas circunstancias, el bacalao era un alimento casi de lujo, altamente nutritivo y primer sustituto de la inexistente carne.
Pero por otro lado, el folleto recalcaba que después del 24 de julio (1942): “Todo navío que salga de las aguas costeras lo hará por su cuenta y riesgo”. Y una prueba sangrante de ello había ocurrido justo una semana antes (17 julio), en aquellas mismas aguas, cuando el pesquero Nuevo Con se había ido al fondo del mar, víctima inocente de un desafío entre un destructor británico y un avión alemán.
Como es natural, surgieron las deliberaciones abordo, pero el recuerdo de la ignominia sufrida por los pesqueros gallegos Faro de Ons y Sálvora, ya mencionada, vino a la mente de todos, y sin más palabras recogieron los aparejos y aproaron al sur, rumbo a casa.
La amenaza de la Royal Navy no fue a humo de pajas, porque el 21 de julio de 1943, una flotilla de sus destructores cañoneó y hundió displicentemente, a los pequeños pesqueros españoles Manolo Costas, Isolina Costas y Mascote. Estas acciones, al parecer «vitales» para la supervivencia de la British Commonwealth, continuaron con los abordajes e inmediato hundimiento por fuego de cañón (e incluso cargas explosivas) de los «temibles» barquitos Pesquerías Cantábricas n° 3 (3 enero 1944) y Campanal (julio 1944). En honor a la verdad debo decir que nuestros marineros fueron transbordados previamente a los destroyers de su Graciosa Majestad. Al menos las vidas de los supervivientes fueron respetadas.
Hechos como aquellos no debieran olvidarse aunque hayan transcurrido 70 años, entre otras cosas porque costaron vidas de inocentes marineros españoles.
El eximio pintor Joaquín Sorolla tituló uno de sus cuadros: ¡Y aún dicen que el pescado es caro!
No puedo estar más de acuerdo.

José Manuel Grandela

La noche que el hombre abandonó la Luna por última vez.


He venido leyendo estos días alguna breve referencia al 40º aniversario de la última visita humana a la Luna. Los comentarios en diferentes medios de prensa son casi calcados los unos de los otros, es decir, que todos tocan de oído lo que alguna agencia de prensa les ha dado ya masticado, o simplemente han acudido a las siempre cómodas páginas de Internet.

Los datos más manidos de aquel acontecimiento, que ha pasado casi desapercibido, se resumen en que una nave de la NASA norteamericana llamada Apollo XVII, voló a nuestro satélite llevando en sus entrañas a tres hombres: Eugene Cernan, Ronald Evans y Harrison Schmitt, que salieron de Cabo Cañaveral el 7 de diciembre de 1972, y volvieron a su planeta-cuna el 19 del mismo mes, sanos y salvos (lo que no es moco de pavo).

También dicen, y dicen bien, que fue el último vuelo del ambicioso Programa Apollo, que ya había dejado a otros diez astronautas correteando por nuestro desolado satélite. Aquel último Apollo, a caballo de un ciclópeo cohete Saturno V, fue el primero en despegar de noche de Cabo Cañaveral. Recomiendo echarle un vistazo en Internet a las fotografías oficiales tomadas aquella noche del 7 de diciembre de 1972, desde el otro lado de los peligrosos pantanos que rodean el Centro Espacial Kennedy.

Mensaje de paz dejado por el Apollo XI en la Luna.

Mensaje de paz dejado por el Apollo XI en la Luna.

Pero llevando el ascua a mi sardina, quiero aportar algún recuerdo propio, sobre todo de la noche (hora española) del 14 de diciembre, en que Cernan y Schmitt hicieron las maletas y se dispusieron a volver a casa bajo el control de la estación seguimiento espacial de Fresnedillas, donde me encontraba yo vigilando una buena parte de las comunicaciones Tierra-Luna.

Debo recordar a los desmemoriados, o a los ignorantes (sin ánimo desdeñoso), que tras aquellos viajeros astrales hubo un sólido equipo profesional de españoles acá en la Tierra, que desde las estaciones de seguimiento espacial de Fresnedillas de la Oliva y de Robledo de Chavela, ambas en la provincia de Madrid, les cuidó, mimó y atendió segundo a segundo durante tan peligrosa odisea.

Y aquí es donde yo quería llegar, a que sólo quienes participamos en aquel excitante vuelo podemos hoy contar vivencias (según la memoria de cada cual, claro) de aquellos días y horas tan mágicos como históricos.

La misión transcurrió con toda normalidad, y el día 14 de diciembre nos aprestamos en Fresnedillas (Madrid Apollo Prime, era el nombre oficial en el argot de la NASA) para la despedida definitiva de la presencia humana en la vieja Selene. Ese día, para despertar a los dos selenitas temporales, y aprestarles para la larga jornada que les (nos) esperaba, les transmitimos la famosa marcha de la Navy (Armada de los EE.UU.) Anchors Aweigh! (¡Levad anclas!), seleccionada previamente por el comandante del Apolo XVII, Eugene Cernan, a la sazón Capitán de Navío de la Navy.

Quería Cernan que en su última diana en la Luna sonaran los briosos acordes de la marcha más querida por los marinos norteamericanos. (Muchos de nosotros recordábamos la película musical del mismo nombre rodada en Hollywood en 1945, y protagonizada –y bailada- por Frank Sinatra y Gene Kelly, bajo la dirección musical del pianista español Jose Iturbi.)

Unas horas más tarde, procedió a aparcar debidamente el todo terreno (Lunar Rover Vehicle), porque lo bien hecho bien parece, y en el programa Apollo nada se dejaba a la buena de Dios. Lo orientó para que su cámara nos regalara aquí abajo en la Tierra con las imágenes del despegue, que todos los allí presentes compartimos en plena excitación poco después.

Queriendo quedarme con un recuerdo personal de aquel momento irrepetible, instalé mi tomavistas (entonces se llamaban así las ahora cámaras de video) de 8 milímetros, sobre un sólido trípode, frente al monitor de televisión más cercano a mi puesto de trabajo.

Llegado el momento del adiós definitivo, y la excitante cuenta atrás: <<…five, four, three, two, one, Ignition!>>, la parte superior del módulo Challenger salió disparada verticalmente como un proyectil, pero pudimos seguir su trayectoria durante 10 o 15 segundos más, gracias a un controlador de Houston que a través de los equipos de Fresnedillas fue moviendo la cámara de televisión del Lunar Rover, permitiéndonos ver cómo se empequeñecía camino a su cita con la nave América, donde les esperaba impaciente desde hacía tres días, orbitando la Luna en solitario, su colega Ronald Evans.

Despegue de la última tripulación del Programa Apollo hacia la Tierra. (Dic 1972)

Despegue de la última tripulación del Programa Apollo hacia la Tierra. (Dic 1972)

Si impresionante fue el fugaz despegue, otro tanto lo fue el paisaje que nos ofreció el cámara cuando nos mostró a continuación el abandonado campamento lunar, yermo y deshumanizado, donde era casi imposible no oír el denso silencio que permanecería inalterable por muchos, muchos años.

Al escribir estas líneas, 40 años después de aquella noche tan especial, he vuelto a visionar por enésima vez, los fotogramas de aquellos segundos que tuve el acierto de filmar en directo con mi tomavistas, y que quiero compartir con los lectores de este escrito. Y a modo de epílogo, reseñar el mensaje (que también traigo a estas líneas) que quedó para siempre sujeto a la pata de los restos del módulo lunar. Dice así en inglés (porque aún está allí): “Aquí el hombre completó sus primeras exploraciones de la Luna. Diciembre 1972 de la Era Cristiana. Que el espíritu de paz con el que vinimos se refleje en las vidas de toda la Humanidad.” Es manifiesto que tan buenos deseos han sido desoídos tozudamente miles de veces en estos últimos 40 años.

Recomiendo a quien me lea, una visita apacible al Museo Lunar sito en Fresnedillas de la Oliva (Madrid), donde tomará contacto directo con material de primera mano de aquellas singladuras a la Luna, que ya parecen tan pretéritas como las de Colón buscando las Indias, unos siglos antes.

José Manuel Grandela.

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